Buscando Tesoros
El oro siempre ha movido al mundo. Entendido como símbolo de lo divino o instrumento de riqueza y poder, ayer y hoy, todas las civilizaciones han girado en torno al oro. A lo largo de 7000 años siempre ha existido una aureola mágica sobre este metal.
En el 1923, los exploradores británicos Howard Carter y Lord Carnarvon encontraron la tumba de Tutankamón y se asombraron con el hallazgo, ya que tanto la cantidad como la calidad de los elementos de oro que encontraron fueron muy importantes.
En 1876, un cazatesoros aleman descubrió un gran número de obras de arte hechas en oro puro en la antigua ciudadela de Mycenie situada en el centro-este del Peloponeso de Grecia. Estos hermosos objetos de arte fueron hechos por artesanos locales.
El oro siempre ha existido en su forma pura, no mezclada con otros metales. Debido a su color y durabilidad, el oro sigue siendo el material preferido para la creación de los objetivos mas valiosos en arte y joyería.
El oro puro (100%)s es demasiado blando, y se suele mezclar con otras aleaciones de metales como la plata, cobre, níquel y zinc para hacerlo más fuerte y duradero.
El Tesoro de los Incas
Los indios del Incario aprendieron a sangre y fuego que el oro enloquecía a los españoles. Cuando Francisco Pizarro apresó traicioneramente al Inca Atahualpa, este intentó comprar su libertad a cambio de una habitación llena de aquel metal amarillo que los invasores tanto veneraban. Pizarro aceptó el trato y los súbditos de Atahualpa juntaron oro suficiente como para llenar una habitación, pero después el conquistador no cumplió su palabra. A Francisco Pizarro no le bastaba con una habitación, él quería un imperio entero, uno al menos tan esplendoroso como el que su primo Hernán Cortes había convertido en Nueva España. Y para completar sus ambiciones no podía permitirse el lujo de liberar al emperador inca. De ninguna manera; incluso prisionero, Atahualpa podía convertirse en un estorbo.
Para eliminarlo de forma solapada, Pizarro organizó una pantomima de juicio en la que le acusaba de, entre otras cosas, idolatría, poligamia conspiración contra el Rey de España, el emperador fue condenado a muerte ante la confusión de sus súbditos. A pesar de las objeciones de los propios lugartenientes de Pizarro, el Señor de los Inca moriría ejecutado.
Cuentan que, mientras se celebraba el juicio, algunos vasallos del Inca abrigaron la esperanza de que si juntaban el oro suficiente, mucho más que la vez anterior, los españoles se darían por satisfechos y soltarían a Atahualpa. Los fieles súbditos del Inca recorrieron las cuatro partes del Tahuantinsuyo, juntando todo el oro y las joyas que pudieron encontrar, y en interminable caravana se dirigieron a Cajamarca a hablar con los españoles. Pero antes de llegar recibieron la funesta noticia: la sentencia había sido ejecutada. Ya nada se podía hacer al respecto, por lo que abandonaron su camino.
No esta claro que hicieron los vasallos del Inca, con aquel tesoro, dice la leyenda que lo llevaron con ellos a una ciudad secreta en las montañas, la legendaria Paititi, último refugio y bastión inca que los españoles nunca encontraron, y que aún siguen buscando.
El caso es que nadie sabe qué fue del tesoro de los incas; y su recuerdo ha excitado durante siglos la imaginación de los aventureros, dando origen a un sinnúmero de leyendas. Una de ellas sitúa parte del tesoro en las cercanías de la localidad peruana.
La historia que narra está ambientada durante el siglo XIX, y empieza contando cómo un día a principios de siglo el cura de Locumba fue llamado para atender a un indio moribundo. El indio pasaba ya de centenario, y se llamaba Mariano Choquemamani. Tras recibir la extrema unción, desde aquel humilde camastro en el que se moría de puro viejo, le confesó al cura que era descendiente de Titu Atauchi, cacique de los tiempos de Atahualpa. Titu Atauchi había formado parte de la caravana que se dirigió a Cajamarca para intentar liberar al Inca. Cuando esta se disolvió, una parte importante del tesoro quedó a su cargo. Para que no cayera en manos de los españoles decidió enterrarlo en una montaña cercana a Locumba que se llamaba igual que el pueblo. Titu Atauchi se suicidó sobre el tesoro y sus hombres lo sepultaron con él.
Una capa de arena fina cubrió el sepulcro del cacique. Con el paso del tiempo, encima crecieron hierbas y arbustos, y se amontonaron piedras y cascajos. Un antepasado de Mariano Choquemamani había colocado sobre la tierra unas esteras de caña y un esqueleto de loro para señalar el lugar. Se suponía que junto al cacique, además del oro, estaba enterrado también un gran cesto de mimbre de contenido desconocido.
Mariano Choquemamani no tenía descendientes a quien transmitir el secreto, y por eso se lo contaba al cura. Le dijo a este que así si alguna vez necesitaba el dinero para arreglar la iglesia podría ir y desenterrar el tesoro.
El sacerdote escuchó con atención aquella historia acerca de cuya autenticidad no sabía muy bien qué pensar. Pasarían los años sin que nunca se decidiera a buscar el tesoro. Llegó un día en que se sintió mayor y quiso regresar a su tierra natal. Antes de abandonar Locumba confió a su sucesor en la parroquia la historia del indio Choquemamani.
El nuevo sacerdote viviría tranquilo, sin más preocupaciones que las propias de su puesto; hasta que un día un terremoto sacudió el pueblo, derribando varias casas, incluida la iglesia.

No obstante, unos meses después varios vecinos adinerados decidieron asociarse para buscar el tesoro por su cuenta. Subieron al alto de Locumba y encontraron las esteras de caña y el esqueleto del loro. Pero al ver los restos del loro, los indios contratados para excavar el lugar recordaron las palabras del anciano tuerto y se amotinaron. Normalmente dóciles a las órdenes de su capataz, se tornaron fieros y amenazaron con asesinar al primero que se atreviera a hundir su pala en la tierra que cubría la tumba del cacique. De mala gana, los vecinos tuvieron que desistir.
Pasaron los años por Locumba, llevándose a algunos de sus habitantes y trayendo a otros nuevos. Uno de los recién llegados era un hacendado ex ministro que se instaló en sus posesiones del valle. Alguien le narró a este poderoso personaje la historia del cacique Tito Atauchi, y el terrateniente organizó una nueva sociedad para desenterrar el tesoro.
Pío Cornejo, pues así se llamaba el antiguo ministro, no halló oposición entre los indios. El anciano tuerto hacía tiempo que había fallecido y sus palabras apenas se recordaban. Por tanto, una nueva partida de buscadores de tesoros subió al monte Locumba y encontró otra vez las esteras de caña y el esqueleto del loro. Los peones que habían contratado extrajeron las piedras, apartaron las esteras de caña y cavaron, cavaron en la tierra arenosa que había. debajo. Pronto apareció la canasta de mimbre que el indio Choquemamani había asegurado estaba enterrada junto al cacique.
Al abrirla encontraron en su interior una vicuña muerta que, momificada, se conservaba casi como el día en que la habían enterrado. Esto asustó mucho a los indios, que lo consideraron una señal de mal agüero. Alguno recordó entonces las advertencias del anciano, y todos los indios abandonaron el lugar sin hacer caso a las palabras de don Pío Cornejo y sus socios. No hubo amenaza ni promesa que siviera para retenerlos.
Como ya no debía de faltar mucho para llegar hasta el tesoro, los asociados decidieron continuar sólos. Ellos mismos empuñaron las herramientas y removieron las últimas capas de arena.
Después de tres siglos bajo tierra, los restos del cacique Atauchi volvieron a ver la luz del sol.

- Imaginate que harías si encontrases un tesoro de tal magnitud?
-Te animarías a buscar el tesoro, si supieras su ubicación?
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